2010-11-16

DIARIO DE UN ESCEPTICO CONFUSO


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MALICIA

Cogí la piedra del suelo y la lancé con todas mis fuerzas. Alcanzó una buena altura, y en el momento en el que comenzó a bajar me entró el pánico.

No recuerdo el día exacto en el que empezamos a pegar a Bengoetxea. Comenzó como un juego. Era gordito, retraído y bonachón. Todos sus empeños por integrarse en el grupo eran respondidos con burlas, sopapos y puñetazos. Así, día tras día durante casi dos cursos. Las pocas ocasiones en las que trataba de defenderse no provocaban más que insultos y nuevas agresiones. Podría excusarme diciendo que era un niño, que me dejaba arrastrar por el grupo o que tenía miedo a ocupar su lugar. Lo cierto es que era muy divertido.

Un día, los profesores reunieron a toda la clase y nos dijeron que el maltrato a Bengoetxea se tenía que acabar. Sus padres se habían quejado. El niño llegaba a casa llorando, en ocasiones con la camiseta rota, a veces sangrando. Llegaba del colegio muy tarde, y una vez en casa no abría la boca.

Bengoetxea solía salir de la última clase a la carrera, confiando en que de esa manera se pudiera librar de los golpes. En ese momento comenzaba la cacería. Salíamos como balas tras él y lo cosíamos a puñetazos y patadas mientras trataba de escapar torpemente. Otras veces nos daba esquinazo, entonces nos apostábamos en los lugares por los que pasaba al volver a casa. Por esa razón tardaba más de una hora en llegara a su barrio, cada día cambiaba de ruta, dando larguísimos rodeos para no encontranos.

La clase permaneció en silencio mientras los profesores nos abroncaban. Les prometimos que no volvería a pasar, por supuesto. Nos mirábamos los unos a los otros con rabia contenida. Bengoetxea se había chivado y se iba a llevar la paliza de su vida. Salimos de clase buscándole con la mirada, deseosos de estar lejos del colegio y de las miradas de los adultos para ajustar cuentas. Vimos que iba de los primeros, así que bajamos las escaleras ganando puestos en la fila. Al pisar el patio estábamos justo tras él. En ese momento, en vez de echar a correr como era su costumbre, se dirigió a una mujer que le estaba esperando, era su madre. Nos quedamos quietos viendo cómo se alejaban hacia la verja. La madre llevaba a Bengoetxea agarrado de la mano y de vez en cuando miraba nerviosamente hacia atrás. No recuerdo quién fue el primero en agarrar una piedra y tirársela, sólo sé que varios más le imitamos y madre e hijo echaron a correr hacia la salida del patio.

Cuando mi piedra inició su descenso sentí una sensación extraña, un miedo intenso e irracional. En ese momento no comprendí lo que ahora sé, que estaba en la cubierta del barco y que la última amarra acababa de romperse.

1 comentario:

Anónimo dijo...

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- Henry